Por Sofía Orozco Vaca
La historia que cuento no me pasó a mí específicamente; o mejor dicho, nos ha pasado a todos.
La Navidad está a la vuelta de la esquina, y la vida moderna, tan llena de compromisos sociales y actividades, ha hecho que ésta se adelante aún un poco más: las preposadas están por comenzar en cualquier momento, y los protocolos anuales de entregar y recibir regalos por mero compromiso, están por desatarse.
Con el pretexto de que luego todo diciembre todo el mundo está ocupado, los diversos grupos de amigos, los de vecinos, los de excompañeros de la secundaria, los godinez, los del fútbol, los del tejido, los de la sociedad de padres de familia, los del gimnasio, y los de casi cualquier otro universo de convivencia casual, urgen definir fechas para obligadas fiestas en las que, no importa que aún sea Noviembre, no faltará pavo, villancicos, disfraces de pastores, y un programado y meticuloso “intercambio de regalos”, con tarifa definida (sean cien o mil pesos) ya que si algo importa, es dar y recibir sin que nadie sienta que quedó perjudicado.
Las empresas y corporativos también saben de eso: es importantísimo agradecer a clientes y proveedores, aunque sea una vez al año. Si incluso los carniceros de barrio no descuidan la tradición de obsequiar una buena bolsa para el mandado y un calendario ¿por qué una enorme Sociedad Anónima de capital variable no habría de hacerlo? El asunto es que los clientes del carnicero no se fijan en detalles, en cambio, a mayor nivel empresarial, mayor es la expectativa.
Un termo con el logotipo impreso, una agenda, unos chocolatitos de famosa marca italiana, podrán dejarse para el personal de recepción, pero nunca para los peces gordos; a esos hay que apantallarlos. Para eso están las Canastas Navideñas.
Canastas Navideñas las hay de todo tipo, las hay con ultramarinos finísimos, lo mismo que con sardinas Calmex; las hay con quesos curados y charcutería, lo mismo que con Spam (que fue un jamoncito enlatado antes que un término para correo basura); las hay con nueces tostadas con sal del Himalaya, lo mismo que con cacahuates; e igualito sucede con los licores y los vinos que contienen. Algunas llevarán tan sólo un par de botellas que por sí solas valen la pena, y otras, la mayoría, imitarán el efecto “pavo real”: es decir, un montón para hacer bulto, aunque de todas no se haga una.
Es aquí donde se entrelazan las cosas: los de las preposadas y posadas con intercambio forzoso, en las que la mayoría de las veces ni se conoce profundamente al interlocutor como para elegirle unos calcetines o unos pañuelos a su gusto, recurrirán sin duda a regalar una botella de vino; no importa la calidad, siempre y cuando esté en el rango de precio convenido. Y los de las Canastas, se sentirán muy satisfechos por regalar enormes estructuras llenas de cosas que el destinatario no comerá, y de vinos que nadie beberá. O quién sabe.
Lo que sí puedo apostar es que una botella de vino es “el objeto” por excelencia a regalar en estas fechas; y no es precisamente porque se vendan tantas, sino que esas mismísimas botellas llevarán un largo camino por delante: su destino es ser regaladas una y otra vez, indiscriminadamente, de posada en posada, de intercambio en intercambio, de fiesta en fiesta, y de reunión en reunión.
Se quedarán olvidadas en los autos, en las mesas, en las cocinas de las casas, y nunca nadie sabrá quién las llevó. Vagarán sin dueño y luego las guardarán por ahí hasta que se empolven y estorben, o hasta que llegue el día en que alguien, sin más remedio, de nueva cuenta las vuelva a regalar.