Por Sofía Orozco Vaca
Justo el fin de semana pasado de este doloroso septiembre, me llamó una amiga que hace mucho que no veo. Platicamos horas, como en los viejos tiempos, y ya casi para colgar me dijo: oye, te marqué porque me urge tomarme algo, pero lo único que tengo en casa es una botella de Prosecco que alguien dejó en mi refri hace unas dos Navidades ¿tú crees que todavía sirva?
Silencio absoluto.
¿En serio me preguntas eso a mí, si yo no sé nada de vinos? No sé, busca en Google, pregunta en Yahoo, llama al fabricante. Yo soy apenas una aficionada, una arribista en el mundo del vino, y como tal, mi respuesta no podía ser más obvia y sencilla: pruébalo. Lo abres, y si te gusta, pues te lo tomas. Una verdad de Perogrullo que cualquiera le habría podido contestar.
Y si yo no sé nada de vinos ¿qué hago aquí escribiendo en este blog, especializado en vino?
Pues justamente eso: hablar de quienes nos gusta el vino, bebemos vino, dedicamos un porcentaje de nuestro presupuesto mensual al vino, nos reúne el vino, celebramos alrededor de una botella de vino, pero, nunca aprendimos nada al respecto.
No se nos puede culpar. Crecimos probando las botellas añejas que el compadre fuereño traía de regalo a casa, después de haber estado meses en el anaquel de un Súpermercado, digamos en Hermosillo, Sonora, por ejemplo. Para cuando nuestros padres consideraban que era el momento propicio de descorchar aquel preciado regalo, aquello era ya una cosa agria y astringente, llena de pequeñitos trozos de corcho seco. Así debe ser beber vino, suponíamos. Qué cosa más elegante, ni se te ocurra decir que no te gusta.
Después, creímos que nos habíamos cultivado un poco. Salir a cenar a los escasos sitios tapatíos de los tempranos años noventa, implicaba opciones como un Cabernet Sauvignon XA de Domecq o los inolvidables blancos de Rheinhessen que los meseros sugerían a las mujeres por ser “dulcesitos y afrutados”.
A mediados de los 90, y ya con las incipientes importaciones fluyendo, nuestra generación estaba lo suficientemente en banca rota como para poder acceder a mejores vinos. Recuerdo esa época post universitaria como la que a las fiestas todos llegaban con su Gato Negro bajo el brazo. La pasábamos bien, sin importarnos nada. El dolorcillo de cabeza del día siguiente se compensaba con los buenos recuerdos de la noche anterior.
Tuvieron que pasar años para que el panorama cambiara, pero para cuando llegó el boom del vino mexicano y la disponibilidad local de los vinos globales, nosotros ya teníamos el paladar muy mal curtido. Y no es que no lo pudiéramos reeducar; seguro un par de catas a tiempo nos habrían venido bien, pero la vida, los quehaceres, los pretextos y sin duda, el miedo al ridículo, nos sacaron de ese mundo antes de entrar: no cualquiera se anima a ir a un salón en donde todos coinciden en percibir un aroma a bayas silvestres y cereza madura en otoño, mientras que tú apenas si percibes el olor del líquido con que han trapeado.
Parece que no tenemos remedio. Quizá elegimos vinos de la peor manera: por la etiqueta, por el nombre, por lo que nos han dicho, por lo que hemos leído por ahí. La gran ventaja es que estamos dispuestos a probar, y algo tenemos claro: me gusta, me lo tomo. Una filosofía de vida muy simplista sobre el vino que seguro hace desatinar a los “connoisseurs”, pero en la que igual se goza el sabor, el momento, y el efecto.