La Sputnik no, por favor

Por Sofía Orozco

Muchas historias de sobrevivencia a lo largo de esta pandemia han sido contadas gracias al vino, que nos ha mantenido cuerdos, relajados, empáticos, motivados, esperanzados.

Una copita por las noches, media botella viendo series, una botella sin darnos cuenta entre trabajo y zooms interminables. El repaso mental de la semana un viernes por la noche, la ilusión del descorche de la botellita que tenemos reservada para la comida del domingo, o la de la tarde del sábado, con mucha sed y calor. 

Yo no me propuse nada en la pandemia, pues de entrada ni siquiera sabíamos cuánto duraría, sin embargo, inadvertidamente, terminé convertida en una separadora de basura y en la mayor contribuidora del contenedor de reciclaje de vidrio verde de la cuadra. Si llevara algún tipo de control, una bitácora, un cuadernillo de notas de cata, sabría exactamente qué botellas acabaron vacías en el cesto de basura. No lo hice, y muchos de esos vinos apenas quedan en mi memoria aun con todo su esplendor cualitativo.

Hubo tintos, blancos, espumosos, rosados; regulares, sobresalientes, de mediano presupuesto, o del 2×1 comprados en el súper (así como vaya uno pudiendo) y aunque los motivos para beberlos fueran diversos, muy en el fondo sabíamos que hacíamos algo bueno por nosotros. 

El tema este de las propiedades del vino que algunos consumidores culposos usan para curarse en salud es bien sabido desde siempre; la copita que recomienda todos los días el doctor por aquello del corazón, el consumo moderado que ayuda a la salud bucal, retarda la aparición de arrugas, aumenta las endorfinas, y otros atributos que se van añadiendo en el camino los sabemos de memoria, lo que no conocíamos es que en este tiempo, y en esta búsqueda loca de soluciones extremas y aminorantes radicales, a la par que científicos y laboratorios buscaban con ahínco la vacuna, otro grupo de científicos no menos importante encontraba cómo el ácido tánico, es decir, los taninos presentes mayormente en los tintos, responsables de aportar color y estructura, son un maravilloso componente que actúa como protector en cada célula de nuestro organismo para evitar que el virus del Covid19 ingrese en ellas y se replique. O lo que es lo mismo, quizá todo este tiempo hemos estado protegidos de forma casi natural, casi fortuita, contra el contagio.

A notar, dicen los biólogos moleculares y médicos infectólogos que encabezan esta investigación, que esto sucedió a nivel in vitro, y que para cuestiones prácticas y que suceda en cualquier organismo humano, estaríamos hablando de un consumo de grandes cantidades de taninos, 1 ó 2 litros de vino, por ejemplo.

Entendido así, mientras más bebamos vino, más probabilidades de estar protegidos tenemos. Suena prometedor ese camino, sólo que ahora, con la llegada masiva de vacunas a nuestro país, otras opciones se abren. 

Curioso es que desde los centros de vacunación en donde hemos tenido biológicos de todos los nombres disponibles y autorizados, las políticas y recomendaciones para evitar el alcohol parecen ir más basadas en la corazonada de quien da las instrucciones con megáfono, que de un estudio serio actualizado sobre sus efectos. De la Sputnik V siempre nos dijeron que eran 56 días sin beber; de la Cansino a algunos les dijeron 20 días, a otros 30, y nadie supo la razón. Pfizer, Johnson & Johnson y Astra nos piden 3 días nada más; pero vamos, que una copa de vino tiene efectos antiinflamatorios y no parece ser esa arma letal que interfiera con la respuesta inmunológica, sino todo lo contrario.

La pandemia nos vino a demostrar que el vino cura, de muchas maneras.

 *Para otros efectos y ser muy responsable, consulte a su médico.

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